lunes, 22 de junio de 2009

Recuerdos

"La vida no es la que uno vivió, sino la que
uno recuerda y cómo la recuerda para
contarla". García Márquez

Tendría yo unos ocho o diez años, no lo sé con exactitud; vivía con mi familia en el sur del país, una comarca de espléndidos paisajes en plena cordillera de los Andes, en la pequeña y fría ciudad de Pasto, ubicada en un valle encantador rodeado de montañas cuyas faldas ofrecían un paisaje sorprendente de parcelas sembradas de trigo, algunas doradas en plena maduración y otras en verdes de diversos tonos.

Mi padre era un hombre inquieto, con una gran inventiva para los negocios y muy trabajador, siempre se ganó la vida de manera independiente, se complacía en ser "su propio jefe", como él decía.

Los sábados en la madrugada mi madre nos despertaba, nos arropaba y nos metía en una camioneta que papá había comprado y cuya historia es digna de contarse.

Mi madre llevaba además sus utensilios de cocina más básicos y junto con la variada mercancía que mi padre llevaba para vender en los coloridos mercados de las aldeas vecinas, emprendíamos el viaje.

El recorrido era invariablemente a través de la escarpada cordillera; espléndidos y sobrecogedores paisajes sorprendían a cada curva del estrecho camino que serpenteaba al borde de precipicios que cortaban el aliento.

Siempre recuerdo cuán intrépidos me parecían esos choferes de grandes camiones que arriesgaban su vida, con una de las dos llantas del vehículo girando en el vacío al momento de encontrarse con otro carro sobre la vía contraria.

Antes de las siete de la mañana divisábamos la aldea; ojalá recordara sus nombres; eran pueblecitos sumamente pintorescos, con una pequeña plaza en el centro en donde los sábados y los domingos se ubicaban en alegre algarabía los vendedores que traían su mercancía de la ciudad lejana.

El frío de la madrugada en la cordillera hacía aparecer la torre del campanario de la iglesia cubierta con un velo gris de espesa niebla, mientras se oía el repicar de las campanas llamando a misa. ¡ Cómo extraño el sonido de las campanas ! Me traen siempre recuerdos muy gratos de tardecitas pueblerinas tranquilas y perfumadas. Es uno de los sonidos más entrañables y evocadores que existen.

Al llegar a la plaza nos invadían los aromas; pan fresco, café, chocolate caliente y otras delicias regionales. Mi padre ubicaba su camioneta en el lugar que consideraba más estratégico para sus propósitos comerciales y mi madre se encargaba de nosotros; dábamos un recorrido a pie por el centro del pueblo, ella compraba algunas provisiones y luego nos dirigíamos a la orilla del río.

En aquellos tiempos, yo pensaba que todos los pueblos y ciudades del mundo tenían un río porque en todo los que visitábamos, había siempre uno. Una vez en el río, mi madre instalaba con singular habílidad su improvisada cocina, con un fogón entre tres o cuatro piedras más o menos grandes y preparaba el almuerzo, que siempre estaba listo para cuando mi padre terminaba su venta en el mercado, y lo comíamos allí, oyendo el rumor del agua que corría entre las piedras y bajo árboles frondosos de amigable sombra.

Por aquellos tiempos, la contaminación y el daño al medio ambiente no eran asuntos conocidos ni comentados; el agua corría cristalina, las orillas tenían abundante sombra y se suponían propiedad de todos, sin cercas que cerraran el paso, ni letreros con prohibiciones.

Algunas veces, de regreso a casa, nos deteníamos a bañarnos en las heladas aguas de aquellos parajes encantadores.

Mi padre buscaba una mina de oro. No tengo idea acerca de cómo se informó del asunto, sólo recuerdo que una madrugada, de nuevo subimos a la camioneta y emprendimos el viaje. La mañana nos sorprendió en una curva del camino, frente a un paisaje absolutamente espectacular, en plena cordillera; abajo, muy abajo, se veía el valle entre la bruma.

Desde este punto emprendimos una caminata por el bosque hasta llegar a una cueva, que en aquel tiempo yo no podía saber si era natural, o era un socavón abierto en la montaña; sólo penetramos unos pocos metros mientras unos hombres le mostraban a mi padre las supuestas vetas de oro y él mostraba gran entusiasmo ante el nuevo proyecto.

Mis recuerdos se limitan a los paisajes que me cautivaban por completo; no puedo recordar, por ejemplo, si mis padres habrán discutido o comentado el asunto, recuerdo solamente lo frío del paraje, los senderos de la montaña y los aromas de las improvisadas comidas que mi madre preparaba.

Ahora me pregunto: ¿ No habría ningún restaurante por aquellos caminos ? ¿ Por qué mi madre tenía que llevar siempre provisiones y utensilios para cocinar donde llegáramos ?Tampoco recuerdo haberla escuchado quejarse por lo que ahora me parece un trabajo enorme, porque no llevaba alguna comida fácil como los socorridos "emparedados" de hoy y que en aquellos tiempos no conocíamos. No, mi madre cocinaba "a cielo abierto" siempre que salíamos en aquellos recorridos.

El grupo familiar que recuerdo parecía un grupo feliz alrededor de aquellas comidas improvisadas en algún recodo del camino, e indefectiblemente junto a un río rumoroso y alegre.

Lo de la mina de oro no prosperó, creo que visitamos el paraje un par de veces más y no volví a oir del asunto.

Alguna vez también rondó mi padre una improbable mina de carbón, animado quizás por alguna recóndita vocación de minero.







1 comentario:

Anónimo dijo...

Hombre, pero era todo un aventurero el abuelo!! Este relato definitivamente es el que más me ha gustado, me ha recordado tantas cosas, por ejemplo, su padre me recordó al aventurero Padre de Familia de "Cien años de soledad", la descripción de los paisajes y los pueblos me trajo recuerdos de "El Zarco" de Ignacio Manuel Altamirano, un libro que leí cuando iba en la primaria, ya se me había olvidado y el relato me lo trajo vívidamente; el ambiente familiar y las comidas me recordaron "Navidad en las montañas" de Altamirano también. No cabe duda que estamos hechos de letras. Muchas gracias por estos relatos que nos muestran una época mágica, tan diferente a la actual.