miércoles, 12 de agosto de 2009

Escenarios

"...y así la vida anduve y desanduve mudándome de traje y de planeta, acostumbrándome a la compañía, a la gran muchedumbre del destierro, a la gran soledad de las campanas." Neruda


La casa tenía mucho encanto; un patio interior con algunos arbustos florecidos, amplios corredores alrededor, una cocina completamente abierta en una esquina del amplio patio, y más atrás una pequeña habitación que servía de baño y que tenía una pila profunda llena de agua fresca.

Al otro lado del patio, dos cuartos bastante amplios; al frente, en la entrada, una habitación de grandes dimensiones, que más parecía haber sido diseñada para salón de reuniones que para una sala; a nosotros nos sirvió precisamente con aquel fin.

La casa estaba ubicada muy cerca del ascenso a una colina que daba a una iglesia que permanecía allí como vigía del pueblo. Estuvimos en esta casa poco tiempo, en un pequeñopueblo de campesinos pobres, con un clima caliente y un sol inmisericorde. San Francisco de gotera era su nombre. ¿Qué cosas sucedieron allí que merezca la pena recordar?. Muchas en realidad, pero sólo mencionaré algunas reuniones memorables con nuestros humildes hermanos y a Adelita una chica campesina, trabajadora y buena que nos acompañó por un poco de tiempo y que volvió pronto a su casa porque no se acostumbraba a estar con tan poco quehacer en nuestra casa. El otro suceso importante fue la pérdida de mi primer embarazo, con toda la perplejidad que tal acontecimiento puede traer a una joven pareja
Nuestra casa, la primera que tuvimos en nuestra vida de casados, era soleada, acogedora, agradable, especialmente en el día porque en la noche, ese patiecito amplio y abierto, nos hacía temer la intrusión de algún delincuente.

Después nos fuimos a la capital, a una casa ubicada en un barrio tranquilo de clase media, frente a ella pasaba una ruta de buses de servicio público que ruidosamente hacía una de sus paradas allí mismo.

La casa tenía una entrada agradable, con un pequeño jardín y un garaje para estacionar un carro inexistente en aquellos tiempos. Era pequeña pero acogedora, tenía un patio de buen tamaño en la parte de atrás con con dos cuartos construídos en el fondo, y no se podía comprender completamente la intención del arquitecto o constructor, dado que no tenían más servicios ni facilidades que pudieran hacerlos verdaderamente independientes. La segunda vez que habitamos esta misma casa, algunos años después, mis pequeñas hijas si les encontraron utilidad y las usaban como cuartos de juegos y pasaban allí muchas horas felices.

En la costa atlántica de Nicaragua, en Puerto Cabezas, habitamos dos casas en menos de un año. La primera, era una casa vieja colocada sobre pilares que la elevaban unos metros del suelo, posiblemente con la intención de evitar insectos y animales que pudieran invadirla. No la recuerdo con mucha claridad, recuerdo mejor la cocina, ubicada en el fondo, casi en una habitación aparte, con una estufa de carbón muy rudimentaria que tomaba tiempo encender y calentar, especialmente cuando regresábamos del trabajo, cansados y con hambre a la una de la tarde.

Poco después encontramos una casita nueva, con un diseño mucho mejor, tenía dos pisos, abajo estaba la cocina, el comedor y una habitación; arriba otro cuarto y una pequeña salita como un estudio, era muy bonita, al menos así la recuerdo, tenía además amplios ventanales desde los cuales se podía admirar un paisaje tropical y exhuberante.

En esta casa hubo un acontecimiento digno de recordar, el embarazo de nuestra primera hija,
aunque ella no nació aquí; nos fuimos a Panamá después de un poco de tiempo. Por supuesto que también recuerdo personajes e incidentes en todos estos lugares, pero lo que quiero recordar son precisamente las casas, los escenarios donde la historia se desarrolla.

En Panamá habitamos dos o tres casas, una en un barrio alegre y algo bullicioso, especialmente los fines de semana donde todo el espíritu festivo de los panameños se hacía sentir; allí pasé casi todo el embarazo de la primera hija. Después fuimos a un complejo de edificios no muy altos de pequeños apartamentos; el que nosotros ocupamos se llamaba "El Calmar", y de ese lugar conservo gratos recuerdos, especialmente porque me sentía más segura entre tantos vecinos cuando mi esposo tenía que viajar.

Dos veces estuvimos en este edificio; la primera vez, teníamos una niña y la segunda vez eran dos; recuerdo por ejemplo una tiendecita que había a pocos metros del edificio, de esas que abundan en los barrios de cualquier ciudad latinoamericana y que en Panamá, estaban invariablemente atendidas por chinos, quienes eran los dueños indiscutidos de las tiendas de abarrotes. Las dependientes de estos establecimientos adoptaban siempre el mismo nombre: Rosita, que ellos pronunciaban de manera peculiar. Los clientes, que eran los vecinos del barrio, hablaban a gritos y parecían enfrascados siempre en alguna acalorada discusión, pero para el conocedor del ambiente, era solamente franca y alegre conversación.

Otros habitantes de "nuestros edificios", eran una colonia de italianos, las mujeres eran alegres y comunicativas, y sus niños jugaban en las tardes bajo la atenta mirada de las abuelas. Toda clase de incidentes cotidianos entretenían a los habitantes; una vez hasta fuimos testigos de la huída precipitada de un galán, quien al verse sorprendido en plena faena por el marido inoportuno, se lanzó en paños menores desde un segundo piso y se alejó arrastrándose hasta su carro, posiblemente con algunos huesos rotos.

Atrás de estos edificios había una calle en un barrio algo elegante, que en el tiempo de navidad se llamaba "calle de Belén". Los dueños de todas las casas en esta zona, adornaban y alumbraban el frente de sus residencias y sus jardines con luces y motivos alusivos a la navidad y durante la noche desfilaban con lentitud visitantes de la ciudad para ver la fiesta de luces y color; fuimos muchas veces allí con las niñas para admirar el espectáculo.

Me encantan los pueblecitos rurales, y la casa en que vivimos durante el tiempo que pasamos en Volcán me trae gratos recuerdos por los personajes entrañables que conocimos allí y lo que compartimos con ellos. Una casa pequeña, sala, comedor, tres habitaciones no muy amplias, la cocina con pocas comodidades y sin mucha luz, pero tenía un jardín al frente y un buen patio en la parte de atrás donde podía tender a secar largas filas de pañales al sol tropical. El clima aquí era fresco y agradable, aquí también nació la segunda de nuestras hijas.

En la parte de atrás de la casa estaba el lavadero, con una pila para el agua y un desagüe debajo que al parecer atraía a las tarántulas sedientas que me aterrorizaban y de las que nuestra bondadosa vecina nos libraba tan pronto me oía pedir auxilio. Frente a la casa había un gran terreno baldío, y una cancha de basquet a un costado, la calle que pasaba por allí se mantenía en malas condiciones debido a las lluvias que hacían profundos surcos y a que ninguna autoridad tenía interés en repararla. Pero el ambiente bucólico y encantador, con los hermosos paisajes de montaña, lo hicieron un hermoso lugar para mi pequeña familia.

La casa que recuerdo después, estaba en Ahuachapán, un pueblo no tan pequeño, en el occidente de El Salvador, muy cerca de la frontera con Guatemala; tenía una ubicación interesante, diferente a todas las que habíamos habitado antes, en un pasaje o pasadizo entre dos calles, no pasaban automovilistas por allí, sólo tránsito peatonal.

En un costado había una hilera de casas, algunas habitadas por familias, otras eran oficinas; el pasaje tenía de largo unos cien metros y en el otro lado había una iglesia católica grande, imponente, cuya pared lateral ocupaba todo el largo del pasaje.

La casa no tenía una entrada muy convencional, las puertas, que eran dos, se abrían directamente a la sala comedor, y después a la cocina, a un pequeño patio interior y a las dos únicas habitaciones. Me gustaba el lugar, solía ser siempre muy tranquilo, aunque de vez en cuando recibíamos sorpresas, como una noche cuando llegamos y había una improvisada pelea de gallos o de boxeo, no lo recuerdo con exactitud, una multitud colmaba nuestra calle y varia docenas de personas estaban literalmente pegadas de nuestras puertas. Nos costó trabajo entrar a casa esa noche.

Pero allí recibimos algunas visitas memorables, doña Fita, el doctor Ovidio y su familia, doña Toyita y dos queridas amigas que venían en las noches porque deseaban aprender a leer y escribir, Corina y Victoria dos mujeres humildes y trabajadoras; también recuerdo que no había escuela para mis niñas y yo fui entonces su maestra de primer grado.

También recuerdo la semana santa en aquel lugar, porque frente a la iglesia dramatizaban toda la pasión y muerte de Jesús y desde el jueves en la noche y todo el viernes santo, sonaba una lúgubre y monótona melodía que llenaba el ambiente de nostalgia y aires de tragedia.

Viajeros incansables hemos sido todo el tiempo y aunque siempre he tenido el anhelo de permanecer, debo reconocer que los cambios me han deparado no pocas sorpresas y enseñanzas; con cada casa que ocupaba un poco de cambio se operaba en mi, tal vez podría llamarle crecimiento o madurez, no sé definirlo con claridad, llegaba a cada casa nueva con un poco de tristeza y mucho de nostalgia y me iba casi de la misma manera, con mucha tristeza y un poco de nostalgia.

Costa Rica es un país hermoso, rico en folcklor y belleza natural, ocupamos al llegar alli una
casa pequeña, pero tenía un jardincito en frente y un patio pequeño atrás, la fachada de la casa tenía unos arcos bonitos, un pequeño garaje y estaba ubicada en un pequeño barrio acogedor y tranquilo. Recuerdo que la adorné con unos hermosos helechos que coloqué en la sala, muy verdes y frescos, los cuales recibían siempre no pocos elogios de las visitas. Mi madre nos visitó allí una vez. Mis pequeñas hijas asistían a la escuela primaria y yo empecé esta vez a trabajar en la "Autumn Miller", la pequeña escuela de la comunidad.

Nos fuimos a Panamá de nuevo y volvimos a Costa Rica, esta vez con el pequeño Tev de unos seis o siete meses y ocupamos un pequeño apartamento en el centro de Alajuela ciudad pequeña y cordial. Pronto nos mudamos a otra casa no lejos de allí en otro pequeño barrio, un poco más cerca de la universidad, la casa era más grande, con un patio atrás que daba a un cafetal; era una bonita casa, con buenos vecinos que se hicieron muy amigos de nosotros, Cecilia y sus familia, tres pequeñitas encantadoras y su esposo; un poco más adelante, doña Flor, una profesora de francés con sus dos hijos, y en la casa de enfrente, doña Pepita y don Estéfano, muy amigables y serviciales, con ellos vivían algunos de sus hijos, recuerdo a Mario, Oscar y Cristina, disfrutamos siempre de su amistad y aprecio, fueron todos ellos muy buenos conmigo y mis niños, que por aquellos años pasábamos mucho tiempo solos, debido a los constantes viajes de trabajo de mi esposo.

De esta casa, aunque era bonita y llena de luz, recuerdo muchas noches de insomnio debido a la constante amenaza de ladrones y otros delincuentes que frecuentaban nuestro barrio, aunque teníamos vigilante; un hombre parlanchín y amiguero, que hacía sus rondas desarmado y que hacía un gran escándalo para despertar al vecindario cuando se veía en peligro; pero aquí mis hijos crecieron con los niños del vecindario jugando a las escondidas entre las casas y armando alegre algarabía hasta que eran llamados por los padres cerca de las diez de la noche. Aquí también vivía José Pablo, el amigo de la infancia del pequeño Tev.

De aquí nos mudamos a una casa dentro de la universidad, una casa amplia, bonita y cómoda rodeada de muchos árboles de mango de deliciosos frutos, y un árbol enorme de abundante sombra, que nos daba gran cantidad de jugosas "manzanas de agua". Lo más memorable de nuestra estancia en esta última casa fue la presencia de Bijoux, un hermoso cocker spaniel que llegó contra mi voluntad, pero que se ganó el corazón de todos, especialmente el de Tev, a quien el perrito consideraba su dueño indiscutible, como si supiera que el niño había invertido alegremente todos sus ahorros en su compra, aunque siempre pensó que era a mí a quien debía irrestricta obediencia; era sin duda el más noble de la familia.
Luego vino un cambio insospechado, tal vez porque traspasó los límites de la pequeña Centroamérica en la cual siempre nos habíamos movido. Nos fuimos a México, con bastante aprehensión, pensando que como a los mexicanos les precede fama de nacionalistas, no seríamos bien recibidos. Pero fue esta estancia sumamente grata, difícil en muchos sentidos para todos en la familia, pero los doce años que pasamos allí fueron ricos en experiencias y acontecimientos, descubCursivarimos que aunque los mexicanos sí son nacionalistas, abren sus brazos al extranjero que aprende a quererlos y a apreciar su patria y terminan, como hicieron con nosotros, adoptándolos como suyos.

Aquí habitamos dos casas ubicadas dentro del campus de la universidad la primera, era un apartamento en un piso alto; el clima en el norte de México fue una de las primeras cosas difíciles de afrontar; intenso calor en el verano y bastante frío en el invierno y las temperaturas se sentían con mucha fuerza en este piso alto, pero poco a poco nos fuimos acostumbrando. La casa tenía un pequeño patiecito abajo; allí enterramos a nuestro buen Bijoux, nuestro hermoso perrito negro, que nos acompañó por cerca de quince años y que despedimos con mucho dolor mi hijo y yo, porque los demás miembros de la familia estaban ausentes por aquellos días.


Recuerdo con nostalgia los asombrosos paisajes de las montañas en los viajes de Montemorelos a Monterrey, el aire perfumado con el aroma de los azahares en la primavera cuando los naranjales florecen, y la sorprendente invasión de las "nochebuenas", plantas de hermosas flores rojas y blancas que aparecen en navidad.

La segunda casa que ocupamos estaba ubicada muy cerca de la primera, era mucho más acogedora y más amplia; más fresca en verano y menos fría en el invierno, tenía un bonito jardín al frente y amplio patio atrás, con un hermoso limonero del que siempre saqué mucho provecho, también tenía esta casa una chimenea que disfrutábamos mucho cuando las hijas con sus familias venían a visitarnos.Cursiva


Estas dos casas en México, nunca fueron solitarias, siempre estuvieron frecuentadas por nuestros alumnos, los amigos y compañeros de nuestros hijos, nuestros compañeros de trabajo y tantas personas que recordaremos siempre. Estas casas siempre estuvieron llenas del bullicio de visitas, serenatas y pequeñas fiestas con alumnos.


Casi todas las casas que habitamos tuvieron una amplia cocina, razón por la que siempre estaré agradecida y más aún por aquellas que tenían una ventana desde donde pudiera ver afuera los árboles o el cielo azul.


Y en este querido México se casaron nuestros hijos, el menor de ellos, con una encantadora chica mexicana. Fui muy feliz en este lugar, conocí mucha gente buena, muchos de ellos se convirtieron en amigos entrañables, disfruté cada año de los que pasamos allí y llegué a adoptar este país en el corazón, salí de allí con profunda tristeza, de nuevo... para irnos a otra parte.






























































































martes, 4 de agosto de 2009

Marrakech

Muchos de mis recuerdos se relacionan también con los aromas, en especial con los de la cocina. Animan los sentidos, despiertan el alma a veces adormecida en los afanes de la vida.

Considero que hay poesía en la cocina; me parece además que el alma de los pueblos se manifiesta en su gastronomía y me merecen mucho respeto las costumbres culinarias de cada rincón del ancho mundo.

Una vez mi hija y su esposo me invitaron a un restaurante marroquí con la intención de celebrar mi cumpleaños. Estábamos en California, la fachada del restaurante no prometía mucho excepto por el nombre: "Marraquesh" la ciudad que tiene uno de los mercados de comida más espectaculares del planeta, a cielo abierto, con toda la combinación de exóticos sabores, aromas y colores explotando en festiva celebración de los sentidos; todo un patrimonio de la humanidad como lo determinó la UNESCO.

Pues bien, fue una comida memorable, al menos en lo que a mí respecta ya que estábamos acompañados de mi primer nieto, en ese momento de casi un mes de nacido.

Una vez dentro del lugar, nos sentimos trasladados a otra dimensión, un escenario árabe; la decoración, la disposición de las mesas y su diseño era según las exóticas tradiciones del medio oriente.

Me fijé en cada detalle, nos indicaron el lugar y nos "acomodaron" en el piso sobre cojines bordados frente a una pequeña mesa que se sostenía de forma que me pareció algo precaria.

Pronto vino un hombre que nos trajo una jarra de cobre, de cuello largo, como sacada de un cuento de las mil y una noches; traía además un platón en el cual debíamos poner las manos mientras él vertía un agua tibia y perfumada de jazmines.

También noté que el hombre trataba con evidente desdén a las mujeres, pero hasta ese detalle armonizaba perfectamente bien con el estilo del ambiente.

El desfile de platos exquisitos en presentación y sabor comenzó con un bandeja grande y redonda surtida de pequeñas ensaladas aderezadas con aceite de olivas y limón y abundantes rodajas de cebolla morada, tomates y habichuelas.

Se presentó de nuevo nuestro desdeñoso mesero con una hermosa y honda canasta de pan fresco, blando, de crujiente corteza y dulce migaja, delicioso para acompañar la ya descrita bandeja de ensalada.

No sentíamos un poco incómodos, como sucede siempre frente a lo nuevo o desconocido, o a costumbres que no son las nuestras. No había cubiertos, y nos dispusimos a disfrutar de los alimentos a mano limpia; con justificada razón se había relizado el rito del lavamiento de las manos.

A pesar del aparente inconveniente, templamos el ánimo, metimos mano a los platillos y los disfrutamos plenamente. El siguiente plato fue algo difícil de describir, podríamos llamarlo "pastel", caliente, humeante, pleno de aromas y expectativas, ¿era dulce o salado?

Había que tocarlo, desmenuzarlo, arrancarle un pedazo, lo cual era verdaderamente lamentable ya que parecía una verdadera obra de arte, lucía como un hermoso paquete cuidadosamente envuelto en muchas capas de delgada y crujiente pasta.

Al partirlo se intensificaron los aromas; canela, clavos de olor, almendras, pistacho, higos, pasas, carnes, cebollas, ajos, todo en una mezcla exquisita de combinación perfecta.

El sabor llenaba con creces las expectativas, los sabores llenaban el paladar en una explosión de sensaciones en una amplia gama. Valía la pena disfrutarlo lentamente.

Después de esto, el plato principal compuesto de pollo y cordero aderezados con canela, ciruelas, pimentones y cominos; sencillamente delicioso.

El postre eran unos pequeños y delicados dulces que se deshacían en la boca diluyendo completamente los fuertes sabores de los platos anteriores. De nuevo el ritual del lavamiento de manos, esta vez de obligado trámite. Para terminar, un té exquisito con aromas a jardines orientales.

Salimos, y afuera nos invadió la brusca sensación de haber pasado de la tienda de un rico beduino del desierto, al vulgar mundo capitalista de ruido, tráfico y semáforos.