jueves, 3 de febrero de 2011

Amigos fugaces


Cuando se viaja se pueden encontrar oportunidades de entablar nuevas relaciones, quizá momentáneas, en tanto dura un vuelo o mientras se espera en un aeropuerto. De este tipo de amistades hay un par que merecen recordarse.

Ibamos en el vuelo de Madrid a Ginebra; al llegar a ésta última ciudad el piloto anunció que no se nos permitiría aterrizar debido a una fuerte nevada. Este anuncio hizo que los pasajeros se inquietaran y surgieran toda clase de comentarios.

A mi lado iba una joven española, muy moderna ella, con altas botas, pantalón de mezclilla y suéter rojo; había permanecido silenciosa y ausente hasta ese momento, pero a raiz del anuncio nos miramos y entramos en animada conversación; la chica resultó sumamente amigable y hasta familiar en su trato.

Vino luego otro anuncio; iríamos a Zurich para después intentar el regreso a Ginebra. Más comentarios, conjeturas, preocupación por parte de quienes venían para realizar citas de trabajo o negocios.

Nuevo anuncio: aunque el avión ya había cargado combustible en Zurich, no sería posible regresar a Ginebra porque el aeropuerto había sido cerrado; tendríamos que desembarcar y una vez hecho esto, se nos indicaría el siguiente paso.

Ya en la sala de Iberia, se anunció que a cada pasajero se le daría un boleto de tren, debíamos buscar las maletas en la sección de equipajes y viajar en tren de regreso a Ginebra, un viaje de unas 4 horas.

Nuestra amigable compañera del avión, se mantuvo a nuestro lado; mi esposo fue al mostrador frente al cual se amontonaban los pasajeros para recibir los boletos prometidos, yo me quedaría cuidando las maletas y él le ofreció a ella conseguir su boleto si quería darle su comprobante de vuelo. Ella mientras tanto decidió ir a buscar sandwiches y bebidas que ofrecían a los pasajeros "en desgracia".

Pronto regresó trayendo uno para mí y otro para mi esposo; cuando le pregunté por el suyo me dijo que recibió el último que quedaba y se lo había cedido a un chico, también pasajero, que aún no había recibido nada. Insistí en que compartiera conmigo el que trajo para mí.
Nos dirigimos después a buscar los equipajes, y siguió con nosotros, era una joven que hacía amistad con la gente con gran facilidad; en un momento había entablado animada conversación con otro joven español que se acercó, y así éramos ya cuatro en busca del camino a la estación de tren, pero antes debíamos tomar allí en el aeropuerto otro que nos llevaría hasta allá.

Una vez en el vagón de este primer tren nuestra amiga se preocupaba de encontrar un lugar para nosotros, de ayudarnos a acomodar nuestras maletas junto a la suya, siempre atenta, alegre y conversadora.

Hago aquí un paréntesis para recordar a una mujer latinoamericana que noté en el tren. Me llamó la atención su aspecto anímico, su semblante. Me pareció la viva imagen de la desolación, la tristeza y la amargura. Se veía deprimida o cansada; estaba sentada frente a mí en un vagón bastante lleno de gente y equipajes. Todos pasaban a su lado sin notarla, me hubiera gustado hablarle... busqué su mirada un par de veces, pero ella me devolvió una mirada fría como si quisiera advertir: no quiero, no me interesa hablar con desconocidos.

Pronto llegamos a nuestro destino en la estación. No volvía a verla; eran como las 11 de la noche.¿Qué drama abrumaba el corazón de esta mujer que parecía tan abatida, estaría sola en un país que podría serle muy hostil, por tantas razones?... pensé en los sufrimientos de los migrantes de todas partes del mundo. ¡Dios mío, nada pude darle!

Los caminos de la estación desembocaron en una inmensa plaza helada con inmensas carteleras colocadas estratégicamente en alto en los cuales se registraban muchos destinos y horarios. Seguimos viendo por allí a algunos de nuestros compañeros de viaje tan desorientados como nosotros, tratando de encontrar cuál sería el tren que nos llevaría a Ginebra. La estación me parecía una enorme "Babel", se oían muchos idiomas, inglés, alemán, portugués, español, francés y más.

La intemperie y lo helado de la noche trajeron a mi memoria las escenas tantas veces vistas en las películas de la segunda guerra mundial.
Estuvimos esperando el tren por cerca de hora y media; todos empezamos a hurgar los maletines tratando de encontrar algo abrigado que echarnos encima de lo que ya teníamos. A un lado de la plaza había un hermoso árbol de navidad, blanco, pero este detalle lo hacía armonizar con el gélido ambiente y no me suscitó los gratos sentimientos que en otra circunstancia me hubiera despertado.

Cristina, que era el nombre de nuestra amiga, continuaba a nuestro lado; su improvisado amigo se distrajo con otro grupo y ella pronto encontró otro, esta vez un joven suizo, algo tímido y callado, aquel a quien ella le había cedido su sandwich en el aeropuerto.

Cuando llegó por fin el tren, subimos, acomodamos las maletas y buscamos asientos; Chris, como le gustaba que la llamaran, siempre estuvo pendiente de nosotros, nos preguntó si estábamos cómodos, si nos sentíamos bien, si las maletas estaban seguras, todo esto antes de darse a la tarea de hablar por su móvil, como le dicen los españoles al teléfono celular.

Ella se bajaría una estación antes que nosotros, pero al despedirse efusivamente como si hubiéramos sido antiguos conocidos, nos dio un papelito con su dirección en España. Fue siempre cariñosa y amable y el par de amigos que se atrajo por momentos nos fueron de mucha ayuda en aquella "Babel" y evitó que nos sintiéramos solos.

Yo pensaría que no volveremos a verla... pero... ¡quién sabe!

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