martes, 4 de mayo de 2010

Mujeres

La ciudad de San Salvador fue mi primera residencia en Centroamérica. Me sorprendieron allí muchas cosas; todo era nuevo para mí y cuando uno está lejos de su casa, su país, su familia, se vuelve un observador agudo con el fin de conocer y adaptarse lo más pronto posible.

Como todos los mercados de América Latina, el de San Salvador tenía una sorprendente variedad de cosas para comprar: verduras, frutas, pan, dulces, quesos, carnes de toda clase, pescados y mariscos, ropa, jaulas para pájaros, canastas de mimbre, banquitos en diferentes colores y tamaños, especias según las costumbres y preferencias culinarias del país, utensilios de cocina tallados en madera, hechos de metal, en una variedad inmensa, vasijas de barro de colores brillantes, pintadas, en crudo, juguetes fabricados en el país (antes de la"invasión china"), anafres, carbón, leña, flores y coronas de papel y de otros elementos en gran variedad de formas y colores e infinitamente mucho más, todo ello bien organizado en un edificio grande y acogedor con secciones que clasificaban los productos y establecían el orden en aquel maremágnum.

El bullicio y la actividad hacían pensar en un panal de abejas o en un hormiguero, porque otro hecho que me sorprendió fueron las inmensas multitudes que llenaban las calles en esta ciudad, como no lo había visto antes en ningun lugar de mi país.

Pero lo más sorprendente para mí fue encontrar que todos los puestos, sin excepción, estaban a cargo de las mujeres, ellas eran las dueñas, las que administraban y dirigían el negocio, las que movían el comercio en esa ciudad; mujeres jóvenes, de mediana edad y de la tercera edad también. Me sorprendió porque yo venía de un país donde, en aquellos años, las mujeres se quedaban en casa cuidando de los niños y la familia mientras el marido salía en busca del sustento diario.

Ellas se movían en el ambiente con la seguridad y la confianza de personas con gran experiencia, con habilidades quizás heredadas de generaciones pasadas; él mismo fenómeno lo observé en los demás mercados a todo lo largo y ancho del pequeño país superpoblado. Los pocos hombres que participaban en la actividad, cargaban bultos y arrastraban carritos de ruedas llevando a los diferentes locales mercancía de mayor tamaño; la "fuerza bruta". Perdón por la ironía, aprecio mucho el aporte de los hombres valiosos que viven y trabajan por sus familias.

Mi pregunta era: ¿Dónde están los hombres? Poco a poco fui descubriendo una sórdida realidad detrás del hecho tan positivo de ver a tantas mujeres aportando con su talento y actividad a la economía del país, a medida que observaba otro sorprente hecho; mujeres mayores, de 50 y de 60 años, casadas con hombres de 20 años y hasta menos. ¿por qué? la respuesta se fue haciendo evidente a medida que los conocía y me relacionaba con este pueblo. Era común que los hombres buscaran una mujer establecida, con un buen negocio, grande o pequeño, lo suficiente como para que ellos pudieran dedicarse a su deporte favorito: mujeres más jóvenes, ocio y licor; y así vivían a expensas de ellas si era posible hasta arruinarles sus prósperos negocios.

El hecho no era asunto que sorprendiera a nadie, pero para mí era nuevo; muy recién llegada conocí una dama agradable que trabajaba en la librería; una tarde la encontré cargando a un bebé de unos 8 meses, me pareció con toda seguridad que ella debía ser la abuela del niño, dado su aspecto. Después de saludarla, le dije inocente: "¡qué hermoso su nietecito!""no es mi nieto... es mi hijo". Me disculpé lo mejor que pude sonrojada por mi imprudencia, pero mayor fue mi sorpresa cuando el esposo llegó y ella me lo presentó orgullosa. Era un joven que no tendría más de 25 años.

Volvamos al mercado. ¿Dónde estaban los niños de aquellas mujeres que trabajaban sin descanso? Allí con ellas, en el trabajo; posiblemente los mayorcitos estaban en la escuela, pero los bebés estaban con ellas, en pequeños cochecitos, en improvisadas cunas en cajas vacías de frutas o vegetales. El sacrificio de estas mujeres era enorme; hacían todo esto simultáneamente en más de doce horas de trabajo al día. Fue también el lugar donde se veía, el mayor índice de alcoholimo; los alcóholicos llenaban las calles y dormían en ellas cuando ya ni recordaban dónde vivían.

¿Qué hacía que estas valientes mujeres asumieran solas la enorme tarea de sostener la economía familiar y además permitir que los hombres permanecieran como parásitos a su lado? Es difícil encontrar una respuesta aceptable, me gustaría pensar que la situación ha cambiado en ese país. Por supuesto que conocí hombres buenos que trabajaban duro cada día por el sustento de sus familias, pero no era la imagen que proyectaban las inmensas multitudes donde se vivía la odiosa explotación de las mujeres sin apreciar siquiera lo mucho que ellas aportaban a la economía del país.

Tal vez una infame tradición de machismo, muchas veces transmitido por la madre, que evita que los varones participen en las actividades domésticas y en cambio cría a las niñas en el entendido de que nacieron para servir a los hombres. Podría ser una explicación; no es mi intención hacer el análisis antropológico de un pueblo que conocí hace tantos años y que no he vuelto a visitar. Sólo quiero registrar un recuerdo; a veces debe uno obligarse a recordar, por todo lo que puede ayudarnos a vivir, un pasado del que tuvimos que haber aprendido mucho.

"Ordenadora pasas vibrando como abeja
tocando las regiones perdidas por la sombra
conquistando la luz con tu blanca energía.

y se construye entonces la claridad de nuevo:
obedecen las cosas al viento de la vida
y el orden establece su pan y su paloma." P.N


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Que interesante maestra, me extraña la aceptación de algo tan injusto con tanta sumisión, seguirá siendo esa cultura así?? Probablemente.

Ruth Grajales dijo...

Probablemente mi querida Mayita. Esos hechos se convierten en costumbres muy difíciles de romper.
Ojalá que las cosas hayan cambiado para bien.
Como siempre gracias por tu tiempo en mi blog.
Abrazos.